Briseida se levanta hoy temprano, con las
estrellas aún como dueñas indiscutibles de la bóveda celestial; tiene muchas
cosas que hacer. Aquiles partió de madrugada al combate, como le gusta hacer,
siempre con la idea de llegar el primero al campo de batalla y acaparar todos
los méritos de la victoria; así es él. A Briseida le gusta tenerlo todo listo a
su regreso: la tienda bien limpia y perfumada, el asado ya caliente, las
escudillas con agua fresca para su aseo y, por supuesto, ella misma desprendiendo
una frágil y cautivadora fragancia a jazmines y lavanda recién podados.
Briseida sabe que Aquiles, el de los pies ligeros,
llegará no muy tarde, cansado, hambriento y con ese hedor a sangre y polvo que
todo buen combate deja impregnado en cada poro de la piel, y que tanto le
repugna a ella. Briseida tendrá que estar entonces preparada para saciar todos
y cada uno de los apetitos que Aquiles desee que le sean saciados, sean éstos
cuales sean; Briseida lo sabe, y por ello se afana en sus tareas cuando una
anaranjada luna comienza a ocultarse bajo el manto marino de las playas
troyanas, como presagiando lúgubres finales. Ella sabe que no es Helena, la que
brilla como una antorcha, por la que ejércitos cruzan mares y poderosas
naciones se extinguen; sabe que tan sólo es el capricho momentáneo de un
colérico guerrero henchido de gloria; sabe que su amor tiene fecha de
caducidad, como ya le demostró Aquiles tras dar muerte a la poderosa amazona
reina Pentiselea, de la que quedó prendado por su salvaje belleza aún con el
pecho atravesado por su lanza. Pero aún así, Briseida se entrega en cuerpo y
alma a su amado, como en tiempos pasados lo hiciera con aquel otro ídolo de la
guerra, hijo del mismísimo Zeus y heredero del Olimpo, cuando aún paseaba su
castidad por los templos de Apolo.
Cierto es que ya no trabaja con la misma alegría
de hace un tiempo, cuando todo era tan diferente. Desde la muerte de Patroclo,
la situación en la tienda de Aquiles ha cambiado mucho, y para peor, al menos
en lo que le concierne a ella. Es verdad que con el rey Agamenón era humillada
y castigada casi cada día, en eso ha ganado, y continúa sintiéndose muy dichosa
por haber vuelto con el Pélida; pero Aquiles ya no es el mismo, ahora sólo
piensa en venganzas, muertes, victorias y la gloria en el combate, dejando en
un denigrante segundo plano la pasión que antes había mostrado por ella, cuando
Briseida, la de hermosas mejillas, era su flamante cautiva preferida, llegando
incluso a hacerle perder su incuestionable fervor por la batalla. Ni tan
siquiera la caída del divino Héctor, domador de caballos, bajo su lanza, dando
cumplida venganza por la muerte de su mejor amigo, ha devuelto a Aquiles la
serenidad y confianza que antaño le distinguían. Aún así, Briseida continúa
fiel a su amo y señor, sumisa a cada una de sus órdenes y siempre dispuesta al
sacrificio con tal de verle sonriente y orgulloso.
Lo que Briseida no sabe es que la batalla de hoy
será bien diferente a lo habitual; hoy su amado Aquiles no volverá con vida. No
sabe que pronto llorará amargamente y sin consuelo, pero no como lo hizo tras
la pérdida de sus padres y hermanos a mano de sus opresores; ni tan siquiera el
amargo llanto será por la inesperada muerte del invencible hijo de Tetis, su
deseado protector, víctima de una fugitiva saeta conducida por el temible Apolo
hasta su desprotegido talón, proveniente del certero arco del troyano Paris, el
de hermosa figura. Briseida, la de sublimes mejillas, llorará amargamente al
tomar conciencia de que nunca fue, ni será, amada tal como ella merece, amada
de verdad.
*Texto realizado para la tarea del día 28 sobre Desamores.